LA AUTODESTRUCCIÓN DE EUROPA
¿Cómo debemos interpretar la postura aparentemente autodestructiva de Europa? Cuatro dimensiones interrelacionadas pueden ayudar a explicar la postura de sus líderes: la psicológica, la política, la estratégica y la transatlántica.
5/12/202511 min read


Thomas Fazi, thomasfazi.com
Fuente. Jaque al Neoliberalismo. Sábado 10 de mayo del 2025.
Para los que no están familiarizados con la política europea, puede resultar difícil descifrar lo que está sucediendo en estos momentos, y esto se hace aún más evidente en la respuesta del continente a la evolución de la situación en Ucrania.
Desde el resurgimiento político de Donald Trump y su iniciativa para negociar el fin del conflicto entre Rusia y Ucrania, los líderes europeos han actuado de una manera que parece desafiar la lógica básica de las relaciones internacionales, en particular el realismo, según el cual los Estados actúan principalmente para promover sus propios intereses estratégicos.
En lugar de apoyar los esfuerzos diplomáticos para poner fin a la guerra, los líderes europeos parecen decididos a frustrar las iniciativas de paz de Trump, socavando las negociaciones y prolongando el conflicto.
Desde el punto de vista de los intereses fundamentales de Europa, esto no solo es desconcertante, sino irracional. La guerra en Ucrania, que se describe mejor como un conflicto proxy entre la OTAN y Rusia, ha infligido un daño económico inmenso a las industrias y los hogares europeos, al tiempo que ha aumentado drásticamente los riesgos de seguridad en todo el continente.
Se podría argumentar, por supuesto, que la participación de Europa en la guerra fue errónea desde el principio, resultado de la arrogancia y de un error de cálculo estratégico, incluida la creencia errónea de que Rusia sufriría un rápido colapso económico y una derrota militar.
Sin embargo, sea cual sea la razón que motivó la respuesta inicial de Europa a la guerra, cabría esperar que, a la luz de sus consecuencias, los líderes europeos aprovecharan con entusiasmo cualquier vía viable hacia la paz y, con ella, la oportunidad de restablecer las relaciones diplomáticas y la cooperación económica con Rusia.
En cambio, han respondido con alarma a la “amenaza” de la paz. Lejos de acoger con satisfacción la oportunidad, han redoblado su apuesta:
han prometido apoyo financiero y militar indefinido a Ucrania y han anunciado un plan de rearme sin precedentes que sugiere que Europa se está preparando para un enfrentamiento militarizado a largo plazo con Rusia, incluso en caso de que se alcance un acuerdo negociado.
¿Cómo debemos interpretar esta postura aparentemente autodestructiva?
Este comportamiento puede parecer irracional si se juzga en el contexto de los intereses generales u objetivos de Europa, pero resulta más comprensible si se analiza desde la perspectiva de los intereses de sus líderes.
Cuatro dimensiones interrelacionadas pueden ayudar a explicar su posición: la psicológica, la política, la estratégica y la transatlántica.
Desde una perspectiva psicológica, los líderes europeos se han distanciado cada vez más de la realidad.
La brecha cada vez mayor entre sus expectativas iniciales y la trayectoria real de la guerra ha creado una especie de disonancia cognitiva, que los ha llevado a adoptar narrativas cada vez más delirantes, incluyendo llamamientos alarmistas para prepararse para una guerra total con Rusia.
Esta desconexión no es meramente retórica, sino que revela un malestar más profundo a medida que su visión del mundo choca con hechos incómodos sobre el terreno.
La psicología también ofrece una perspectiva sobre la reacción de Europa ante Trump. En la medida en que Washington siempre ha considerado a la OTAN como una forma de garantizar la subordinación estratégica de Europa, la amenaza del presidente de reducir los compromisos de Estados Unidos con la alianza podría suponer una oportunidad para que Europa se redefiniera como actor autónomo.
El problema es que Europa ha estado atrapada en una relación de subordinación con Estados Unidos durante tanto tiempo que ahora que Trump amenaza con desestabilizar su histórica dependencia en materia de seguridad, Europa es incapaz de aprovechar esta oportunidad; en cambio, está intentando replicar la agresiva política exterior de Estados Unidos, para «convertirse» inconscientemente en Estados Unidos.
Por eso, después de sacrificar voluntariamente sus propios intereses en aras de la hegemonía estadounidense, ahora se presentan como los últimos defensores de las mismas políticas que los han convertido en irrelevantes.
Se trata más de un reflejo psicológico que de una muestra de convicción real, un débil intento de enmascarar la humillación de haber sido expuestos por su patrón como meros vasallos, una farsa hueca de “autonomía”.
Más allá de lo psicológico y lo simbólico, también entran en juego cálculos más pragmáticos. Para la actual generación de líderes europeos, admitir el fracaso en Ucrania equivaldría a un suicidio político, especialmente teniendo en cuenta los inmensos costes económicos que soportan sus propias poblaciones.
La guerra se ha convertido en una especie de justificación existencial de su mandato. Sin ella, sus fracasos quedarían al descubierto.
En un momento en que los partidos del establishment se ven sometidos a una presión creciente por parte de los movimientos y partidos “populistas”, se trata de una vulnerabilidad que no pueden permitirse.
Poner fin a la guerra también requeriría reconocer que el desprecio de la OTAN por las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad contribuyó a desencadenar el conflicto, lo que socavaría la narrativa dominante de la agresión rusa y pondría de manifiesto los propios errores estratégicos de Europa.
Ante estos dilemas, los líderes europeos han optado por afianzar su posición. La continuación del conflicto —y el mantenimiento de una postura hostil hacia Rusia— no solo le proporciona un salvavidas político a corto plazo, sino que también les sirve de pretexto para consolidar el poder en sus países, reprimir la disidencia y adelantarse a futuros retos políticos.
Lo que a primera vista puede parecer una incoherencia estratégica, refleja, al analizarlo más detenidamente, un intento desesperado de gestionar la decadencia interna proyectando fuerza en el exterior.
A lo largo de la historia, los gobiernos han exagerado, inflado o incluso inventado amenazas externas con fines políticos internos, una estrategia que sirve para múltiples objetivos, desde unir a la población y silenciar la disidencia hasta justificar el aumento del gasto militar y la expansión del poder estatal.
Esto se aplica sin duda a lo que estamos presenciando actualmente en Europa. En términos económicos, existe la esperanza de que el aumento de la producción de defensa pueda ayudar a reactivar las anémicas economías europeas, una forma burda de keynesianismo militar.
No es de extrañar, en este sentido, que el país que lidera la remilitarización sea Alemania, cuya economía ha sido la más afectada por la guerra en Ucrania.
Los planes de remilitarización de Europa sin duda serán una bendición para el complejo militar-industrial del continente, que ya está registrando ganancias récord, pero es poco probable que lleguen a los europeos de a pie, sobre todo porque un mayor gasto en defensa implicará inevitablemente recortes en otros ámbitos, como las pensiones, la sanidad y la seguridad social. Janan Ganesh, columnista del Financial Times, expresó la lógica subyacente:
Europa debe recortar su estado del bienestar para construir un estado bélico.
Dicho esto, aunque los factores económicos sin duda influyen, podría decirse que los verdaderos objetivos del programa de rearme europeo no son económicos, sino políticos.
En los últimos quince años, la Unión Europea ha evolucionado hacia una estructura cada vez más autoritaria y antidemocrática. Especialmente bajo el mandato de Von der Leyen, la Comisión Europea ha aprovechado una crisis tras otra para aumentar su influencia en ámbitos de competencia que antes se consideraban exclusivos de los gobiernos nacionales, desde los presupuestos financieros y la política sanitaria hasta los asuntos exteriores y la defensa, a expensas del control democrático y la rendición de cuentas.
Durante los últimos tres años, Europa se ha militarizado cada vez más, ya que von der Leyen aprovechó la crisis de Ucrania para situarse al frente de la respuesta del bloque, transformando efectivamente a la Comisión, y a la UE en su conjunto, en un brazo extendido de la OTAN.
Ahora, bajo el pretexto de la “amenaza rusa”, von der Leyen pretende acelerar drásticamente este proceso de centralización de la política del bloque. Ya ha propuesto, por ejemplo, la compra colectiva de armas en nombre de los Estados miembros de la UE, siguiendo el mismo modelo de “yo compro, usted paga” utilizado para la adquisición de vacunas contra la COVID-19.
Esto daría a la Comisión el control efectivo sobre todo el complejo militar-industrial de los países de la UE, el último de una larga lista de golpes institucionales encabezados por Bruselas.
Se trata de algo más que de aumentar la producción de armas. Bruselas persigue una militarización integral de toda la sociedad. Esta ambición se refleja en la aplicación cada vez más estricta de la política exterior de la UE y la OTAN, desde las amenazas y presiones utilizadas para coaccionar a líderes no alineados como Viktor Orbán en Hungría y Roberto Fico en Eslovaquia para que se sometan, hasta la prohibición total de los candidatos políticos críticos con la UE y la OTAN, como se ha visto en Rumanía.
En los próximos años, este enfoque militarizado se convertirá en el paradigma dominante en Europa, ya que todas las esferas de la vida —política, económica, social, cultural y científica— quedarán subordinadas al supuesto objetivo de la seguridad nacional, o más bien supranacional.
Esto se utilizará para justificar políticas cada vez más represivas y autoritarias, invocando la amenaza de la “injerencia rusa” como pretexto para todo, desde la censura en Internet hasta la suspensión de las libertades civiles fundamentales, pasando, por supuesto, por una mayor centralización y verticalización de la autoridad de la UE, especialmente teniendo en cuenta la inevitable reacción que estas políticas generarán. En otras palabras, la “amenaza rusa” servirá como último recurso para salvar el proyecto de la UE.
Por último, está la dimensión transatlántica. Sería un error considerar la actual ruptura transatlántica únicamente a través del prisma de los intereses divergentes de los líderes europeos y estadounidenses.
Más allá de estas diferencias, puede haber dinámicas más profundas en juego. No es descabellado suponer que los europeos puedan estar, en cierto modo, coordinándose con la clase dirigente demócrata estadounidense y la facción liberal-globalista del Estado permanente estadounidense, la red de intereses arraigados que abarca la burocracia, el Estado de seguridad y el complejo militar-industrial estadounidenses.
Estas redes, que siguen activas a pesar de la “guerra contra el Estado profundo” declarada por Trump, tienen un interés común en descarrilar las conversaciones de paz y perturbar la presidencia de Trump.
En otras palabras, lo que en apariencia parece ser un choque entre Europa y Estados Unidos puede ser, en realidad, en un sentido más fundamental, una lucha entre diferentes facciones del imperio estadounidense —y, en gran medida, dentro del propio establishment estadounidense— librada a través de proxies europeos. Al fin y al cabo, muchos de los líderes europeos actuales tienen fuertes vínculos con estas redes.
Por supuesto, Estados Unidos tiene una larga historia de influencia política en Europa. A lo largo de décadas, ha construido fuertes lazos institucionales con los aparatos estatales de los países de Europa occidental, en particular entre sus servicios de defensa e inteligencia.
Además, el establishment estadounidense ejerce una influencia considerable sobre el discurso público europeo a través de los principales medios de comunicación en inglés y los think tanks. Estos think tanks, como el German Marshall Fund, el National Endowment for Democracy, el Council on Foreign Relations y el Atlantic Council, contribuyen a configurar los discursos políticos que dominan la sociedad europea y, de hecho, hoy en día están a la vanguardia de la promoción de la idea de que “ningún acuerdo es mejor que un mal acuerdo”.
Sus orígenes se remontan a la Guerra Fría, cuando Estados Unidos promovía activamente la integración europea como baluarte contra la Unión Soviética. En otras palabras, la UE, especialmente en sus primeras etapas, siempre ha estado comprometida con el atlantismo, y esto no ha hecho más que intensificarse tras la Guerra Fría.
Por eso, el establishment tecnocrático de la UE —en concreto, la Comisión Europea— ha estado históricamente más alineado con Estados Unidos que con los gobiernos nacionales europeos.
Ursula von der Leyen, apodada “la presidenta americana de Europa”, es un ejemplo claro de esta alineación, ya que trabaja incansablemente para mantener el compromiso de la UE con la estrategia geopolítica belicista de Estados Unidos, especialmente en lo que respecta a Rusia y Ucrania.
Una herramienta clave en esta alianza siempre ha sido la OTAN, que hoy en día desempeña un papel fundamental para contrarrestar los esfuerzos de Trump por cambiar el enfoque de Estados Unidos hacia Rusia.
En este contexto, la postura de Europa, aunque aparentemente dirigida contra Trump, se deriva del reconocimiento de que algunos elementos de la clase dirigente estadounidense se oponen firmemente a las overturas de Trump hacia Putin, albergan una profunda animadversión hacia Rusia y consideran que las amenazas del presidente de retirarse de la OTAN y socavar otros pilares del orden de posguerra constituyen un desafío estratégico para los sistemas que han sostenido la hegemonía estadounidense durante décadas.
Esta conexión podría explicar las políticas “irracionales” de ciertos líderes europeos, al menos desde la perspectiva de los intereses objetivos de Europa: en primer lugar, su apoyo ciego a la guerra proxy liderada por Estados Unidos en Ucrania y, ahora, su insistencia en continuar la guerra a toda costa.
Según esta interpretación, los objetivos del establishment transatlántico parecen bastante claros: demonizar a Trump, presentándolo como un “apaciguador de Putin”, y avivar las inquietudes europeas sobre su vulnerabilidad militar, entre otras cosas exagerando la amenaza rusa, con el fin de empujar a la opinión pública a aceptar un aumento del gasto en defensa y la continuación de la guerra durante el mayor tiempo posible.
Ninguna de las partes en esta guerra civil transatlántica tiene realmente en cuenta los intereses de Europa.
La facción trumpista considera a Europa un rival económico, y el propio Trump ha criticado repetidamente a la UE, calificándola de “atrocidad” diseñada para “joder” a Estados Unidos, y ahora está considerando imponer fuertes aranceles a Europa. Por otro lado, la facción liberal-globalista ve a Europa como un frente crítico en la guerra proxy contra Rusia.
En este contexto, un escenario en el que los europeos prolonguen la guerra en Ucrania —al menos a corto plazo— podría considerarse un compromiso entre las dos facciones. Estados Unidos podría salir del atolladero ucraniano mientras busca el acercamiento con Rusia y desplaza su atención hacia China y Asia-Pacífico, al tiempo que culpa directamente a Zelensky y a los europeos del fracaso de la paz.
Mientras tanto, la continua implicación de Europa en la guerra garantiza su separación económica y geopolítica de Rusia y refuerza su dependencia económica de Estados Unidos, especialmente en el contexto del aumento del gasto en defensa, gran parte del cual se destinaría al complejo militar-industrial estadounidense.
Al mismo tiempo, los representantes europeos del establishment liberal-globalista seguirían utilizando la amenaza rusa para afianzar su poder. En general, este acuerdo podría considerarse aceptable para ambas partes.
En otras palabras, como ha sugerido el investigador geopolítico Brian Berletic, lo que a menudo se presenta en los medios de comunicación como una “brecha transatlántica” sin precedentes podría ser, en realidad, más bien una “división del trabajo” en la que los europeos mantienen la presión sobre Rusia mientras Estados Unidos centra su atención en China.
De este análisis se desprende una imagen de una clase política europea sumida en una profunda crisis de legitimidad, atrapada entre las presiones externas y la decadencia interna.
Lejos de actuar en función de los intereses racionales y estratégicos de sus naciones, los líderes europeos parecen cada vez más sometidos a las estructuras de poder transatlánticas, a los imperativos políticos internos y a los reflejos psicológicos moldeados por décadas de dependencia y negación.
Su respuesta a la guerra de Ucrania —y a la renovada presencia de Trump en la escena mundial— refleja menos una estrategia geopolítica coherente que un intento frenético por preservar un orden que se desmorona por todos los medios necesarios.
En este contexto, las acciones de Europa no son simplemente erróneas, sino que son sintomáticas de una disfunción más profunda en el corazón mismo del proyecto de la UE.
La militarización de la sociedad, la erosión de las normas democráticas, la consolidación del poder tecnocrático y la represión de la disidencia no son medidas temporales de guerra, sino los contornos de un nuevo paradigma político, nacido del miedo, la dependencia y la inercia institucional. Envuelta en un discurso sobre la seguridad y los valores, la clase dirigente europea no está defendiendo el continente, sino afianzando su subordinación, tanto a la hegemonía de un Washington en declive, como a sus propios regímenes fallidos.
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